Desde los primeros siglos del cristianismo ha surgido en la Iglesia un estilo de vida que va más allá de los naturales vínculos nacidos en la familia. Hombres y mujeres con la voluntad de responder a la invitación de Jesús para seguirlo más de cerca, han optado por una vida en comunidad de oración y servicio, o en vida ermitaña y penitente, y todos en claro desapego a los parámetros socioculturales ordinarios.
Nombres que descuellan como arquetipos y que marcaron épocas enteras, suenan en la tradición popular aunque se ignoren sus historias concretas. Antonio Abad, María Egipciaca, Benito de Nursia, Clara y Francisco de Asís, Beatriz de Silva, Teresa de Jesús, Angela de Foligno, Mary Ward y más recientemente Teresa de Calcuta o Pío de Pietrelcina, lo mismo que Thomas Merton o Roger Schutz son algunos religiosos y religiosas cuyas vidas siguen enriqueciendo el presente de muchos.
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Bastaría con pensar en los primeros evangelizadores de América para redescubrir el valor de una entrega a los demás que supera divisiones y diferencias: la vida religiosa es signo y testimonio de una fraternidad basada en los valores del Evangelio.
Y parecería que ahí donde la moda y el boato quieren establecer su imperio, es donde el corazón juvenil se dispone con mayor entrega a ideales perennes, pues la desilusión provocada por lo superficial y efímero ciertamente abona a la búsqueda de un sentido mayor y profundo de la vida.
Sin buscar reflectores o aplausos, sin afán de riquezas o famas vacuas, la vida religiosa en sus múltiples vertientes tiene un impacto que parecería imperceptible pero siempre lleno de un valor trascendental. Son riqueza de siglos en un presente continuo.
Nuestro mundo requiere de transformaciones profundas y perennes, de cambios positivos y realmente civilizadores, y es buen momento de volver la mirada a estos héroes de tradición milenaria que se encuentran en conventos y monasterios, a las comunidades de religiosos y religiosas que siguen dando de beber -con la entrega de la propia vida- a un mundo sediento de buenas y bellas noticias.
La vida entregada en servicio a los demás se traduce en riqueza inagotable: los encontramos cada día con el amor maternal e incondicional a niños abandonados, discapacitados, en el cuidado a tantos enfermos y marginados; otros muchos en su entrega cotidiana procurando educación y promoción humana. Que no nos llene de extrañeza ver religiosas en vestimenta muy secular atendiendo a mujeres en situación de prostitución y a sus hijos, o religiosas con sus hábitos pobres y limpísimos en el encierro del claustro y orando también por ti.
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Bien podemos afirmar que ahí donde hay una grave necesidad humana (migrantes, abandono familiar, presos, enfermos incurables) existe la presencia de una comunidad religiosa “dando de comer al hambriento, vistiendo al desnudo, visitando al encarcelado” (Mt 25, 34). Ante la crisis de valores y las necesidades humanitarias que existen, es momento de revalorar e impulsar su labor.
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