Defensa de la vida. Foto: Cathopic/Archivo
Esta semana, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) resolvió dos nuevos casos relacionados con la protección de la vida y los derechos humanos de los concebidos.
En el primer caso, aprobó por mayoría de votos la Norma Oficial Mexicana que ordena a las instituciones públicas de salud practicar abortos a menores de hasta 12 años de edad sin el consentimiento de sus padres, en caso de violación.
Esto, además de ser una clara violación a la patria potestad, fomenta la impunidad y revictimiza a la mujer violentada, pues facilita el aborto sin necesidad de que la persona que lo solicita presente denuncia alguna contra su agresor sexual; es decir, el mismo agresor podría ser incluso quien lleve a la mujer a abortar.
Cabe señalar que, para diversas intervenciones médicas, la Ley General de Salud señala que los menores de edad no pueden estar solos, algo que la mayoría de los ministros decidió pasar por alto.
Además, la Corte invalidó el artículo primero de la Constitución Política de Nuevo León que protege la vida humana desde el momento de la concepción, lo que implica un nuevo retroceso en materia de derechos humanos.
La mayoría de los ministros de la SCJN consideran que proteger el derecho a la vida desde la concepción limita otros supuestos derechos, pero, ¿qué derecho puede existir que implique la muerte de un ser humano?
Dicen que la justicia es ciega, pero en este caso parece más bien miope, pues con una mirada desenfocada -que no alcanza a ver toda la problemática que implica dar mensajes erróneos a una población que sufre por la violencia-, la Corte cree que garantizar el aborto a una víctima es lo máximo que se espera para tener una vida digna y libre de violencia.
Con la finalidad de seguir imponiendo el aborto como una solución social, los ministros deciden retirar la protección a la vida humana de nuestras leyes máximas.
A nosotros, como pueblo católico, nos toca acoger a cada mujer en situación vulnerable o de violencia, evitar esas situaciones proclamando el Evangelio que nos llama a amar al prójimo y condena que se haga daño a cualquier ser humano; enseñar a nuestros hijos a respetar la vida de cada persona, y seguir encomendando nuestra nación a Dios, con Santa María de Guadalupe, como nuestra gran intercesora.
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