Prácticamente desde que tenemos uso de razón empezamos a ser conscientes de que las cosas y las personas son finitas. Creyentes o no, vamos constatando que a ningún elemento material le podemos asignar la categoría de eternidad, y nos vamos abriendo así al gran misterio de la vida y de la muerte, del principio y del fin, del alfa y el omega.
Pero a pesar de que somos capaces de comprender intelectualmente esta realidad, nunca estamos completamente preparados para soportarla. Humanamente, el paso de la muerte y su sentido de pérdida de los seres más amados, nos duelen profundamente. Saber que los lazos físicos que nos unían a ellos quedan disueltos para siempre, nos causa una gran tristeza de la que muchas veces no podemos deshacernos solos.
La reciente y todavía presente coyuntura de la pandemia, nos ha puesto de frente a nuestra frágil y limitada realidad. No son pocas las familias que han sufrido la pérdida de alguno de sus integrantes, que han pasado por esa dolorosa situación.
Es por ello que estos próximos días serán propicios para rememorar tantos y tan bellos momentos con quienes nos llenaron de vida: sus palabras, sus consejos, su sonrisa, su ternura, su fe, su entrega y el amor que nos dispensaron sin medida ni condiciones.
Aprovechemos estas fechas para celebrar la vida y honrar a nuestros seres queridos a partir de buenas acciones, a ser ejemplo de unidad en una sociedad que hoy urge de amor, de escucha y diálogo.
Desde nuestra fe, sobre la concepción que los cristianos tenemos de la muerte, al recordar a todos los que se han ido, en la celebración del próximo 2 de noviembre, día de nuestros fieles difuntos, no celebramos a la muerte en sí, sino que reafirmamos el triunfo que Cristo nos ha obtenido por su Resurrección y de la cual todos estamos libremente invitados a participar.
El amor de Cristo ha vencido al mal y por Él todos los cristianos “han pasado de la muerte a la vida” (1Jn 3,14). Con la entrega de su vida, Cristo “destruyó la muerte y ha hecho brillar la vida por medio del Evangelio” (2Tim 1,10). Con esa convicción llena de esperanza, experimentamos su consuelo como un suave bálsamo que poco a poco va curando las heridas que nos deja el dolor de la ausencia de la persona amada.
Nuestros seres queridos fallecidos han dado ya el paso definitivo y ahora descansan en la paz del Señor. Y mientras nosotros esperamos cruzar por ese mismo umbral, sigamos, a ejemplo de ellos y con nuestras obras de caridad, “acumulando tesoros en el cielo” (Mt 6,20).
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