En México hay más de 100,000 personas desaparecidas -según el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y no Localizadas-, muchas de las cuales aún son buscadas por sus familiares, a través de colectivos organizados principalmente por madres que no pierden la esperanza de encontrar a sus hijos.
Lamentablemente, el grito de auxilio de tantas mamás que piden colaboración para localizar a sus seres queridos no recibe la atención necesaria ni por la sociedad ni por las autoridades, lo que provoca desánimo, desesperación, e incluso, rabia, sentimientos que se suman a una angustia que crece día con día, ante la pérdida inesperada del ser amado.
El viacrucis burocrático ante la pérdida de un familiar es tan desgastante anímicamente como la búsqueda incansable en predios desolados o en las fosas comunes o centro forenses, donde hoy en día hay más de 50,000 personas fallecidas y sin identificar. “Entenderán nuestro dolor hasta que a ustedes les pase”, suelen decir las madres ante la gran falta de empatía que se tiene hacia sus colectivos.
Este es un reclamo que va no sólo para la sociedad, sino también para las autoridades, pues en México las leyes no favorecen la búsqueda inmediata de las víctimas, sino que ésta llega a iniciar incluso un día después, perdiendo un tiempo valiosísimo para encontrar a las personas.
La Iglesia en México, desde hace tiempo, ha venido realizando grandes esfuerzos de acompañamiento a las familias de desaparecidos, que no se limitan a la ayuda que les brindan sacerdotes, religiosos o laicos desde las parroquias o asociaciones, sino también mediante conversatorios para analizar de qué manera se puede colaborar y conformar redes de ayuda.
En este sentido, el llamado que ha venido haciendo la Iglesia es muy claro: como cristianos, atendamos la invitación del Papa Francisco para caminar juntos con las víctimas, que experimenten nuestra cercanía y afecto.
Colaboremos para hacer más visible esta problemática que nos incumbe a todos, y facilitemos nuestros espacios para abrazar a quienes sufren por esta causa.
Como sociedad, abramos nuestro corazón y oídos para escuchar el grito desgarrador de miles de madres que no dejan un solo segundo de pensar en sus hijos desaparecidos; pongámosles el hombro y tendámosles la mano. Que encuentren consuelo y fortaleza en medio de su desgracia.
Y a las autoridades, el llamado urgente es a cumplir con su deber de proteger a los ciudadanos, previniendo y sancionando las acciones criminales; a modificar las leyes y los procesos de denuncia para buscar a la persona desaparecida de forma inmediata; a no estigmatizar a las víctimas y a sus familiares, y a formar parte de estos conversatorios organizados por la Iglesia, pues es ahí donde se comparten experiencias para encontrar las mejores prácticas y reducir este flagelo que daña aún más el tejido social.
El grito de dolor de las madres debe ser escuchado, jamás callado. Que sus hijos desaparecidos lo escuchen.
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