La primera Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) después de la pandemia, ha sido un éxito rotundo en todos los sentidos. Quizá ninguna de las tres JMJ anteriores presididas por el Papa Francisco tuvo tanta proyección como fue esta de Lisboa, Portugal.
El Papa Francisco hizo clic con los jóvenes desde la primera JMJ que le tocó encabezar en Brasil (2013), y posteriormente en Cracovia (2016) y en Panamá (2019). Con ellos, el Santo Padre se siente cómodo, se siente en casa: el pastor conoce muy bien a sus ovejas, y ellas lo reconocen.
Y tanto las conoce, que aprovechó Lisboa para establecer un mapa de ruta de acompañamiento a los jóvenes en sus realidades concretas, marcadas por un furioso ritmo de vida, las drogas, la violencia, la delincuencia, la falta de empleo y de oportunidades, altos costos de la vida, ideologías y demás situación que han llevado a la juventud a un desinterés o miedo por formar una familia y tener hijos. Eso le preocupa al Papa.
A estas alturas, la mayoría de los jóvenes han regresado a sus países de origen, encontrándose de nuevo con esas realidades hirientes, y es muy probable que muchos de ellos pronto caigan de nuevo en la desilusión y el desánimo de la vida. Es ahí donde encontramos el primer gran desafío, principalmente como Iglesia: acompañarlos para que la semilla que el Papa ha sembrado en su corazón, dé frutos.
¿Cómo hacerlo? El Pontífice nos compartió en Lisboa por lo menos tres claves, tanto a la Iglesia como a la sociedad: trabajar en la educación, en el cuidado de la Casa Común y en la fraternidad, vivida, ésta, con gestos concretos de amor. En este sentido, el Santo Padre ha sido muy directo con los jóvenes al pedirles que no dejen de tenderle la mano al necesitado, sin asco a tocar las miserias humanas.
A ellos también les ha recordado que la vida es caer y recomenzar, sin darle la vuelta a las crisis, sino asumiéndolas y resolviéndolas. Pero siempre acompañados, porque en la Iglesia hay espacio para todos y ninguno sobra. Los mensajes del Papa a la juventud del mundo fueron muchos y muy valiosos, porque tocó las fibras más sensibles de sus interlocutores, sobre todo al hablar del mal de la soledad, que muchos padecen.
Y es aquí donde emergen dos nuevos retos que involucran a la Iglesia y a las familias: hacer presente la ternura de Jesús para enjugar las lágrimas de los jóvenes, muchas veces escondidas; y ayudarlos a levantarse, haciéndoles conscientes de que tienen raíces familiares fuertes. Porque el Papa no ha dejado de lado a los abuelos: antes y después de la JMJ ha pedido acogerse a su sombra y contagiarse de su sabiduría.
Por su parte, el mensaje de los jóvenes es claro. El Papa lo tiene presente y pide que toda la Tierra lo escuche: ellos quieren un mundo de hermanos y hermanas, donde las banderas de todos los pueblos ondeen juntas, una junto a la otra, ¡sin odio, sin miedo, sin cierres, sin armas! ¿Lo escucharán los poderosos del planeta?
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