Ante los dolorosos acontecimientos recientes, la Arquidiócesis de México quiere expresar su cercanía y solidaridad con quienes están sufriendo las diversas consecuencias.
Cuando una parte del cuerpo místico de Cristo –que es la Iglesia– sufre, o tiene algún problema o herida, el conjunto también se ve afectado, lastimado, dañado. Y es que el dolor de esa parte es el dolor de todos.
Desde su fundación, hace casi dos mil años, la Iglesia Católica ha atravesado por incontables problemas, y nos queda claro que, si la barca de Pedro se mantiene firme, es en virtud de la promesa de Jesucristo de que estará con su Iglesia hasta el final de los tiempos.
Sin embargo, han sido las caídas de la Iglesia las que permiten entender que no es solamente una institución humana y pecadora, conformada por seres humanos frágiles, sino divina, más aún santa, en virtud de haber sido fundada por Cristo, que es Santo.
Ser conscientes de esta doble condición, le ha permitido a la Iglesia ser solidaria con sus miembros caídos y clamar a Dios, que la sostiene y conduce, especialmente en las dificultades.
La Iglesia tiene muy claro que, en momentos aciagos, resulta vital salir al encuentro de la comunidad afectada y tomar medidas para lograr la sanación de esta con el fin de continuar unidos construyendo el Reino de Dios en la tierra.
Como ha ocurrido en otros tiempos, la compleja realidad –más allá de las noticias que circulan en rotativos y pantallas– exige de la Iglesia una unidad inquebrantable. Ese es el primer elemento sobre el cual hoy debemos trabajar: la unidad de todos los miembros, entendiendo, unos y otros, el papel que les corresponde.
Al respecto, recientemente en su catequesis, el Papa Francisco explicaba que el Espíritu Santo es el artista de la reconciliación que sabe eliminar las barreras… Él edifica la comunidad de los creyentes armonizando la unidad del cuerpo y la multiplicidad de los miembros. Hace que la Iglesia crezca ayudándola a ir más allá de los límites humanos, de los pecados y de cualquier escándalo.
Con la gracia del Espíritu Santo, la Iglesia está llamada a seguir nutriéndose de la oración, de la Palabra de Dios y de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía; pero también del amor, pues el mundo actual exige una respuesta caritativa, no sólo en la Ciudad de México, sino en todo el mundo.
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