La Caravana Migrante es un desafío para México. Miles de hermanos de Centroamérica –principalmente de Honduras– hoy transitan nuestro territorio, en un histórico éxodo que persigue el ‘sueño americano’. La Iglesia en nuestro país, fiel al mandato de Jesucristo de acoger al forastero, pide a la comunidad católica proteger a estas personas en su paso por nuestras tierras: “el infierno”, como le llaman los migrantes.
No son pocas las voces que advierten detrás de este drama humano un intento por desestabilizar a México y a los Estados Unidos, o los que ven la mano estratega del propio presidente norteamericano Donald Trump, cuya popularidad ha comenzado a elevarse de manera sorprendente a raíz de su enérgica postura, en el sentido de impedir que la caravana centroamericana logre llegar a la ‘tierra prometida’. Los resultados –dicen– se verán reflejados en las elecciones intermedias de noviembre.
Sin embargo, para la Iglesia católica, ningún ser humano es ilegal, y esta manifestación legítima de miles de personas que buscan su supervivencia o un mínimo de decoro en su estilo de vida, debe ir más allá de sospechas, indicios e implicaciones políticas o legales, pues constituye un grito de denuncia del “silencioso e inhumano desplazamiento”, como han dicho los obispos nacionales, quienes no han titubeado en movilizarse para brindar auxilio a los migrantes.
Si bien la Iglesia no puede dejar de señalar que la movilización humana, tanto en América Central como en México, constituye sólo la punta del iceberg del sufrimiento de millones de personas a causa de la pobreza, la injusticia, la violencia, la corrupción y la falta de oportunidades, no es momento de culpabilizar a nadie –como señala el episcopado hondureño– “pues esto sería mirar de manera superficial el problema”, sino de generar pactos sociales que ofrezcan oportunidades permanentes para la realización personal de los migrantes y de sus familias.
Por lo pronto, en estos momentos, para los mexicanos el mayor reto consiste en no ver en la Caravana Migrante una amenaza a nuestro bienestar, sino una oportunidad de servir cristianamente a quienes lo han dejado todo por alcanzar una vida más digna, sin olvidar que, en la migración, no son números los que están juego, sino vidas humanas, como nos lo recuerda constantemente el Papa Francisco.
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