Bajo el asalto de una conmoción por ver vidas y muertes cubiertas de escombros, así como familias en el desamparo y la desolación, diversas instancias de gobierno, organizaciones de la sociedad civil y cuantos fuimos invadidos por el dolor de la devastación, elevamos hace un año la promesa de no detener la ayuda a los damnificados de los sismos del 7 y 19 de septiembre hasta ver reconstruido el último rincón de los territorios afectados.
La realidad es que actualmente, aunque se ha hecho una gran labor de reconstrucción en las entidades golpeadas por ambos movimientos telúricos, muchas de las comunidades periféricas y con mayores necesidades, tanto de Puebla y Oaxaca, como de Morelos, Chiapas, Tabasco y la Ciudad de México, muestran un escenario que sigue siendo una fotografía de aquellos días: viviendas derrumbadas, construcciones inhabitables aún sin demoler, escuelas afectadas y sistemas de drenajes inservibles, entre otras desgracias; tal parece que en esas zonas el terremoto se hubiera registrado ayer y continuara la fase de emergencia.
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Los sismos de septiembre se seguirán sintiendo mientras no se levante el último escombro, mientras siga una sola familia viviendo en un campamento improvisado, mientras haya un grupo de niños tomando clases bajo árboles o carpas, y mientras continúe habiendo hambre o escasez de agua en la comunidad más alejada. A un año de aquellos días trágicos, el primer impulso de ayuda ha ido palideciendo de manera paulatina, pero no las necesidades de muchos mexicanos, hermanos nuestros, que con seguridad deben estar sintiendo ahora el peso del abandono.
Sabido es que, ante el dolor de un septiembre adverso, los ojos del mundo vieron en México un ejemplo de solidaridad fraterna, de sensibilidad, de amor entre nosotros, de fortaleza y firmeza frente a la desgracia. Una intensa movilización de jóvenes, amas de casa, profesionistas, empleados, personas sin hogar, cuerpos de rescate y de emergencia, dio muestra del orgullo nacional.
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