El fenómeno de la pobreza en el mundo es, desde luego, un problema multifactorial; pero en el caso particular de México, éste hunde sus raíces principalmente en un sistema político y social cimentado en la corrupción, la ambición y la codicia, lo que ha traído como consecuencia un deterioro en el poder adquisitivo, altos niveles de desempleo, bajo desarrollo empresarial y la concentración de la riqueza en pocas manos.
Ante este panorama, la Iglesia no ha renunciado a su deber de denunciar la injusticia social, que frecuentemente se relaciona con la acumulación de la riqueza inmoral. Pero sobre todo, no ha cejado en su empeño por dar una respuesta efectiva en el combate a la pobreza a través de la caridad.
Resulta imposible citar todas las acciones que realiza la Iglesia católica a favor de los pobres, pero no hay duda de que se trata de la institución que más hace por abatir este flagelo: escuelas, hospitales, casas hogar, asilos, bancos de alimentos y comedores, son sólo algunas de las obras a través de las cuales hace presente la misericordia de Dios, y que abordamos ampliamente en esta edición de nuestro semanario.
Sin embargo, la historia nos recuerda que todo esfuerzo, si se realiza de forma aislada, se convierte sólo en un paliativo ante la magnitud del problema, por lo que las sinergias entre los distintos entes sociales se hacen cada vez más necesarias, así como la capacidad de compasión, el sufrir con el otro a la manera de Cristo, ofreciendo redención por medio de la caridad, la solidaridad y la promoción de la persona para que alcance la plenitud en el desarrollo de su vocación, y así ser partícipes de un mundo más en comunión de amor.
La Iglesia, por su parte –que ve en el pobre la imagen sufriente de Cristo–, está llamada a redoblar esfuerzos para tenderles eficazmente la mano. Sólo así, la caridad cristiana, que en los primeros años suscitaba la admiración de los paganos, seguirá siendo motivo de asombro y podrá atraer el apoyo de otras organizaciones a fin de incrementar y ampliar las obras en beneficio de tantos hombres y mujeres pobres, cuyo grito de dolor se sigue ahogando en la indiferencia generalizada.
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