En los últimos días se han dado a conocer una serie de sucesos que se cometieron durante décadas al interior de la Iglesia, que evidencian una crisis de moralidad, heridas de una actitud clericalista que duelen en el Santo Pueblo de Dios, pero frente a las que el Papa Francisco ha reafirmado una vez más su postura en el sentido de que, si en el pasado, la omisión ante estos actos fue una indigna forma en que se dio respuesta a las víctimas, hoy la Iglesia quiere solidarizarse con ellas denunciando todo aquello que ponga en peligro la integridad de cualquier ser humano, especialmente de los niños.
Hoy, en todos los niveles de la Iglesia, es necesario que pongamos el dedo en la llaga, para no volver a ponerlo jamás sobre la espalda de las víctimas, de sus familiares, de la sociedad y en general de toda la comunidad cristiana, en la que pesan estos episodios vergonzosos, fraguados y perpetrados en la oscuridad de un espíritu tocado por la maldad.
Es importante que la sociedad apoye a la Iglesia a reconocer estos actos para formar una conciencia firme de su magnitud, y desterrarlos para siempre de nuestras estructuras eclesiales, en atención a las palabras del Santo Padre, quien ha pedido un “nunca más” para toda forma de abuso.
Durante su pontificado, el Papa Francisco no ha cejado en condenar dichas atrocidades, ni de señalar la necesidad de que sean denunciadas y se implemente una política de “tolerancia cero” en la Iglesia Universal. Más claro ni el agua: la postura del Papa Francisco ha sido tajante: “El abuso sexual contra un niño cometido por parte de un sacerdote es una monstruosidad, porque un sacerdote está consagrado para llevar a un niño a Dios. Quien comete un acto de pederastia, se está devorando a un niño en un sacrificio diabólico”.
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