Hoy, los católicos estamos de fiesta porque Jesús ha resucitado; nos sentimos orgullosos de nuestra identidad cristiana, del valor que ésta nos aporta y de la misión que hemos de desempeñar en nuestra vida privada y de comunidad.
Terminó la Semana Santa, y es momento de caminar bajo la luz de Dios, de salir a las calles y ofrecer nuestra ayuda, construir ladrillo sobre ladrillo una vida empática con las necesidades de los demás y un testimonio que siga el ejemplo de Jesús.
La Resurrección es la Pascua, el “paso” de la muerte a la vida, y por esta razón, nos queda claro que, por encima de cualquier adversidad, tenemos y tendremos siempre el acompañamiento de Jesús, que ha vencido a la muerte.
Hace 2,000 años, Jesús vino a decirnos que el mundo nos necesita y que Él quiere hacer presente su amor a través de nosotros, y hoy, en el marco de la celebración más importante de nuestra fe, podemos quitarnos los miedos estériles y salir, con espíritu renovado y alegre, a dar testimonio de Jesús resucitado en los lugares en los que más nos necesitan, entre las personas que requieren de nuestro apoyo, en mantener la unión familiar, en hacer el bien en nuestro trabajo y en poner de nuestra parte para ofrecerle un mejor país a las generaciones que vienen.
El Papa Francisco hablaba hace unos días sobre los cristianos que se cansan, que se rinden ante el fracaso, que pierden la esperanza y se olvidan de las cosas buenas que reciben; de aquellos seguidores de Cristo que viven criticando, quejándose y murmurando. El Santo Padre afirmaba que con estas acciones se dejaba un campo perfecto para la “siembra del diablo”.
La Resurrección de Jesús nos invita a cambiar de mentalidad y dejar el pesimismo atrás, ya que sabemos que la muerte, la soledad y el miedo no son la última palabra, pues hay una palabra que va más allá: CRISTO, palabra eterna del Padre, que está vivo y presente en nuestra vida y en el mundo.
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