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«Roguemos a este padre y herma- no nuestro», para que «nos obten- ga “la sonrisa del alma”, que es transparente, que no engaña», pi- diendo «con sus palabras, aquello que él mismo solía pedir: «Señor, tómame como soy, con mis defectos, con mis faltas, pero hazme como tú me deseas”». es la exhortación con la que el Papa Francisco con- cluyó la homilía de la misa para la beatificación del predecesor Juan Pablo I, celebrada en la plaza de San Pedro el domingo por la mañana, 4 de septiembre.
Jesús estaba en camino hacia Jerusalén y el Evangelio de hoy dice que junto con Él «iba un gran gentío» (Lc 14,25). Ir con Je- sús significa seguirlo, es decir, ser sus dis- cípulos. Sin embargo, a estas personas el Señor les hace un discurso poco atractivo y muy exigente: el que no lo ama más que a sus seres queridos, el que no carga con su cruz, el que no renuncia a todo lo que posee no puede ser su discípulo (cf. vv. 26-27.33). ¿Por qué Jesús dirige esas pala- bras a la multitud? ¿Cuál es el significado de sus advertencias? Intentemos respon- der a estas preguntas.
En primer lugar, vemos una muchedum- bre numerosa, mucha gente que sigue a Jesús. Podemos imaginar que muchos ha- bían quedado fascinados por sus palabras y asombrados por los gestos que realizó; y, por tanto, habían visto en Él una esperan- za para su futuro. ¿Qué habría hecho cualquier maestro de aquella época, o —podemos preguntarnos incluso— qué ha- bría hecho un líder astuto al ver que sus palabras y su carisma atraían a las multitu- des y aumentaban su popularidad? Suce- de también hoy, especialmente en los mo- mentos de crisis personal y social, cuando estamos más expuestos a sentimientos de rabia o tenemos miedo por algo que ame- naza nuestro futuro, nos volvemos más vulnerables; y, así, dejándonos llevar por las emociones, nos ponemos en las manos de quien con destreza y astucia sabe ma- nejar esa situación, aprovechando los mie-
L’OSSERVATORE ROMANO domingo 18 de septiembre de 2022 El Papa Francisco proclama beato a Juan Pablo I
 La sonrisa del alma
 dos de la sociedad y prometiéndonos ser el “salvador” que resolverá los problemas, mientras en realidad lo que quiere es que su aceptación y su poder aumenten, su imagen, su capacidad de tener las cosas bajo control.
El Evangelio nos dice que Jesús no actúa de ese modo. El estilo de Dios es distinto. Es importante comprender el estilo de D ios, cómo actúa D ios. D ios actúa de acuerdo a un estilo, y el estilo de Dios es diferente del que sigue este tipo de perso- nas, porque Él no instrumentaliza nues- tras necesidades, no usa nunca nuestras debilidades para engrandecerse a sí mis- mo. Él no quiere seducirnos con el enga- ño, no quiere distribuir alegrías baratas ni le interesan las mareas humanas. No pro- fesa el culto a los números, no busca la aceptación, no es un idólatra del éxito personal. Al contrario, parece que le preo- cupa que la gente lo siga con euforia y en- tusiasmos fáciles. De esta manera, en vez de dejarse atraer por el encanto de la po- pularidad —porque la popularidad encan- ta—, pide que cada uno discierna con aten- ción las motivaciones que le llevan a se- guirlo y las consecuencias que eso implica. Quizá muchos de esa multitud, en efecto, seguían a Jesús porque esperaban que fue- ra un jefe que los liberara de sus enemi- gos, alguien que conquistara el poder y lo repartiera con ellos; o bien, uno que, ha- ciendo milagros, resolviera los problemas del hambre y las enfermedades. De hecho,
se puede ir en pos del Se- ñor por varias razones, y algunas, debemos recono- cerlo, son mundanas. De- trás de una perfecta apa- riencia religiosa se puede esconder la mera satisfac- ción de las propias necesi- dades, la búsqueda del prestigio personal, el de- seo de tener una posición, de tener las cosas bajo control, el ansia de ocupar espacios y obtener privile- gios, y la aspiración de re- cibir reconocimientos, en-
tre otras cosas. Esto sucede hoy entre los cristianos. Pero este no es el estilo de Je- sús. Y no puede ser el estilo del discípulo y de la Iglesia. Si alguien sigue a Jesús con dichos intereses personales, se ha equivocado de camino.
El Señor pide otra actitud. Seguirlo no significa entrar en una corte o participar en un desfile triunfal, y tampoco recibir un seguro de vida. Al contrario, significa cargar la cruz (cf. Lc 14,27). Es decir, tomar como Él las propias cargas y las cargas de los demás, hacer de la vida un don, no una posesión, gastarla imitando el amor generoso y misericordioso que Él tiene por nosotros. Se trata de decisiones que com- prometen la totalidad de la existencia; por eso Jesús desea que el discípulo no ante- ponga nada a este amor, ni siquiera los afectos más entrañables y los bienes más grandes.
Pero para hacer esto es necesario mirarlo más a Él que a nosotros mismos, aprender a amar, obtener ese amor del Crucificado. Allí vemos el amor que se da hasta el ex- tremo, sin medidas y sin límites. La medi- da del amor es amar sin medidas. Noso- tros mismos —dijo el Papa Luciani— «so- mos objeto, por parte de Dios, de un amor que nunca decae» (Ángelus, 10 sep- tiembre 1978). Que nunca decae, es decir, que no se eclipsa nunca en nuestra vida, que resplandece sobre nosotros y que ilu- mina también las noches más oscuras. Y entonces, mirando al Crucificado, estamos























































































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