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OPINIÓN / Sacerdote, periodista y escritor de la Arquidócesis de San Luis Potosí.
  LETRAS MINÚSCULAS Por JUAN JESÚS PRIEGO
         VEida nómada
l viejo se llamaba Kooskosch
–un nombre raro- y escucha- ba con inquietud el ruido de aquellos movimientos que
conocía tan bien. Las mujeres doblaban mantas, guardaban platos y apagaban el fuego; los hombres desanudaban lazos, quitaban estacas y desmontaban las tiendas. Sí, bastante bien conocía él ese ajetreo, esas ganas de partir, de estar siempre en otra parte, bajo otros cielos.
Dentro de poco Kooskosch se quedaría solo. Miró a lo lejos: aquella infinitud blanca lo aterraba. «Soy como una hoja del año anterior que apenas se sostiene en el tallo –pensó-. La primera brisa que sople, y caigo. Mi voz parece ya la de una anciana. Mis ojos no señalan ya la ruta a mis pies: están pesados, y yo cansado».
Vio de reojo a su nieta, que parecía no reparar en él. Era joven: ¿qué podían im- portarle los viejos? Cuando se es joven no se piensa en nada, no se piensa en nadie. Se le veía feliz: conocería otras montañas, el ruido de otro viento. A sus espaldas es- cuchó un suave crujir de hojas secas. Era su hijo, el jefe de la tribu, que le traía una brazada de leña. Su hijo: ¿cómo hizo para ser el guerrero que ahora era?, ¿cuándo y cómo había crecido?
-“¿Todo bien, padre?” -le preguntó po- sando la mano derecha sobre su hombro. -“Sí, todo bien” –respondió Kooskosch.
Pero no, no todo estaba bien. Ellos par- tirían, lo dejarían solo con una brazada de leña para calentarse. Nada estaba bien. ¿Quién había inventado esa maldita cos- tumbre de abandonar a los viejos cuando éstos ya no servían? Se trataba, en efecto, de una costumbre ancestral, pero, ¿y qué? ¿A quién diablos se le había ocurrido? Nun- ca, de joven, se hizo esta pregunta, pero ahora era el momento de hacérsela: había
llegado a la edad en que todo adquiere ca- rácter filosófico porque todo –hasta el an- dar- se vuelve problemático. Es verdad que hace muchos años él también había aban- donado a su padre en idénticas circunstan- cias, mas nunca se le ocurrió que alguna vez le pudieran hacer lo mismo a él.
Y la caravana partió. Los niños chillaban, las mujeres reían, los hombres oteaban el horizonte con cierta inquietud. Caminarían cientos de kilómetros, se cansarían, pero seguirían mostrándose felices porque eran jóvenes (aún) y caminaban en grupo.
Lo dejaban solo. Así decía la ley no escrita de la tribu: «Cuando los viejos ya no nos puedan seguir, es menester abandonarlos». Kooskosch inclinó la cabeza y esperó su final. ¡Era tan fácil morir!
Es Jack London (1876-1916), el escritor norteamericano, quien cuenta la muerte de Kooskosch en La ley de la vida, uno de sus relatos más aterradores. Sí, tal era la cos- tumbre entre muchos pueblos nómadas de la antigüedad: abandonar a los viejos. Dan fe de que esto era una amplia gama de an- tropólogos e historiadores. Así escribe, por ejemplo, Víctor Alba en su Historia social de la vejez:
“En ciertas sociedades que funcionaban en condiciones naturales precarias, se eli- minaba a los ancianos o se les dejaba morir. Había una conciencia colectiva de que la comunidad debía subsistir aun a costa de sus componentes. Los viejos, que eran una carga, se sacrificaban por todos, ya deján- dose morir, ya aceptando que los sacrifica- ran. Todavía existía esta práctica en algunos pueblos cuando llegaron a ellos los coloni- zadores o los misioneros occidentales, a mediados del siglo pasado”.
No, la vida nómada no era nada clemente para con los viejos y los enfermos. Y, por lo tanto, tampoco lo es hoy, cuando, al parecer,
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estamos retornando esas viejas prácticas que ya creíamos superadas. Sí, volvemos a ser nómadas otra vez, como nuestros antepasados más remotos.
Nomadismo –dice Michel Maffesoli, el sociólogo francés- es la palabra clave para entender el hoy social. Nomadismo significa que no se quiere estar en el mismo lugar, ni viviendo los mismos valores, ni profe- sando la misma religión, ni haciendo el amor con la misma persona: nomadismo geo- gráfico, pero también religioso, afectivo y sexual. No hay apego, ni fidelidad, ni ternura -pues para esto se necesitaría convivir largo tiempo con un ser-, sino sólo ganas de de- tenerse por un breve instante y pasar in- mediatamente a otra cosa, a otro credo, a otros brazos. La nuestra –vuelve a decir Maffesoli- es una época de vuelta atrás, de “regreso a una manera de ser arcaica que se creía superada, pero que, más o menos conscientemente, continúa permeando los imaginarios y la conducta colectiva”.
“Entonces comprendí cuál es la primera regla del arte del vagabundeo –dice el per- sonaje de uno de los relatos de Panait Is- trati-: un deseo, un deseo siempre renovado de marchar, imposible de someter al análisis microscópico de la reflexión”. ¿De marchar a dónde? De marchar, simplemente. No hay meta, no hay destinos: no hay más que el deseo vehemente de partir para no dejar que nada ni nadie nos aprisione con su belleza y sus abrazos.
Volvemos a ser nómadas. Vivir, para no- sotros, significa estar constantemente do- blando mantas, desanudando lazos y desmontando tiendas, mientras dejamos abandonada en el camino a muchísima gente: gente a la que vengará otra gente más joven cuando le parezca que ya somos viejos y no podamos bailar a su ritmo la danza de la vida...
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desdelafe.oficial desdelafe DesdelaFeOficial 29 de mayo de 2022 19












































































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