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OPINIÓN / Sacerdote, periodista y escritor de la Arquidócesis de San Luis Potosí.
  LETRAS MINÚSCULAS Por P. JUAN JESÚS PRIEGO
         Oración para pedir sueño
@desdelafemx
podemos hacer con la Iglesia cuando las sombras se extienden sobre nuestras calles, cuando ya no es posible corregir y ni si- quiera perfeccionar nada de lo que ha sido hecho, sino sólo confiarlo a la Misericordia; cuando incluso las cosas parecen recogerse; cuando llega la noche y los invitados aban- donan el festín de bodas; cuando los espo- sos se encuentran solos y las vírgenes prudentes se han ido a abastecer de un nuevo aceite”.
“Ahora, Señor –parece decir Simeón, el anciano que te pide sueño-, puedo despe- dirme en paz, irme ya de este mundo, de esta historia que jamás se repetirá, pues mis ojos han visto ya lo que anhelaban ver”.
¿Y qué es dormirse, Señor, sino morir un poco? Tal vez por eso se dice a menudo que el sueño es lo que más se parece a la muerte: porque hay en ambos una especie de abandono que los asemeja. Morir, como dormir, significa abandonarse. Pero el que duerme no se muere: parte solamente del mundo real para irse a vivir por unas cuan- tas horas al universo de los recuerdos y los sueños: allí donde las cosas flotan, el pasado vuelve y los muertos viven todavía.
Haz, Señor, que no sea tan soberbio como para pensar que el mundo se desplomará si por unas horas me aparto de él y cierro los ojos. Hazme humilde, esperanzado y alegre: alegre con esa alegría que sólo puede irradiar el que ha dormido bien.
Concédeme creer que lo que no ha sido hecho hoy, ya será hecho, si Tú lo permites, mañana mismo.
Dame unos ojos capaces de ver lo esen- cial de cada día para que no lo añore des- pierto por la noche.
Y, sobre todo, Señor, dame sueño. Danos a todos sueño con la misma generosidad con la que nos das tu pan.
Así sea.
 Señor, dame sueño”. Así co- mienza el diario de un amigo entrañable, de un amigo que
se ha ido lejos, muy lejos, a otro mundo. ¿No te parece, Señor, que es una oración bella y simple al mismo tiempo, una oración como no sabrían hacerla los fariseos, esos derrochadores de palabras? Sí, danos sueño. Dánoslo a todos. Danos hoy el sueño de cada día, de cada noche.
Acabo de leer en alguna parte que, hoy día, los que menos duermen son los japo- neses: en promedio unas 5 horas por ha- bitante, lo cual quiere decir que por uno que duerme las ocho horas de rigor, hay otro muy cerca de él –acaso su vecino de cuarto- que sólo duerme dos. ¿Cómo hace este último para mantenerse en pie? Ah, ya lo sabemos, y Tú lo sabes mejor que yo: gracias a esas drogas que...
En la misma revista donde leí esto, se aseguraba también que el sueño es una actividad humana en trance de extinción. Lo creo, lo creo. Como los habitantes de Japón, yo tampoco duermo lo que debería. Por eso, con mi amigo, te suplico: “Señor, dame sueño”. Danos a todos esa santa ino- cencia que sabe cerrar los ojos, relajar el cuerpo y abandonarse. Danos la humildad de retirarnos, de aceptar que, al menos por hoy, el tiempo se nos ha acabado. ¿Es el insomnio un inconfesado miedo a la muerte, un cierto temor de caer en el vacío?
¿Y qué acto hay de mayor humildad, Señor, que irse serenamente a la cama cuando hay tantas cosas por hacer, tantos libros que leer y tantas páginas que escribir? En realidad, reclinar la cabeza sobre una almohada es ya un acto de esperanza, y de fe: es creer que si Tú nos has hecho abrir los ojos al sol de este día, nos los harás abrir también al sol del día siguiente, a la luz de mañana.
Atlas no puede descargarse del peso del mundo; Sísifo teme que la piedra se le es- cape de las manos y empiece, sin él, a rodar colina abajo. Dormir: dejar que la piedra ruede; que el mundo, aunque sólo sea por unas horas, nos dispense de cargarlo. La mejor manera de imaginarse a Sísifo feliz es imaginárselo dormido: ¿cómo es que Albert Camus (1913-1960) no dijo de esto absolutamente nada?
Admiro, Señor, a los que pueden decir de corazón: “Mañana será otro día”. Lo decía mi padre, lo decía –por lo que sé- mi abuelo, lo decían los antiguos, pero el hombre pos- moderno no puede decirlo ya. Le falta esa confianza, ese abandono que deposita lo hecho y lo inconcluso en las manos de Dios: en tus manos, Señor, donde se halla guar- dado también lo que soñamos hacer y no pudimos. ¡Ah, al final de nuestra vida no sólo nos juzgarás, Señor, por nuestras obras! ¡También nos juzgarás por nuestros sueños!
La Iglesia Católica aconseja a sus hijos que antes de entregarse al descanso noc- turno reciten la plegaria de Simeón, aquel anciano bíblico que, una vez que ha visto lo esencial, sin apegarse a la luz del crepús- culo, pide humildemente ir a su lecho para dormir de una vez por todas el sueño de la muerte:
Ahora, Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos
los pueblos: luz para alumbrar
a las nacionesy gloria de tu pueblo Israel.
Comentando esta oración –bella y simple como la de mi amigo-, otro de tus siervos, el filósofo Jean Guitton (1901-1998), ha es- crito lo siguiente: Ésta es la oración que
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