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OPINIÓN / Sacerdote, periodista y escritor de la Arquidócesis de San Luis Potosí.
  LETRAS MINÚSCULAS Por JUAN JESÚS PRIEGO
         RDeprobación del pesimismo
ios había prometido a los debían realizar una labor de desalojo y no israelitas salidos de Egipto por cierto con palos y escobas. ¡El Señor y una tierra que manaba leche sus designios! ¿Por qué no les dio una tierra y miel, pero a éstos las cosas que manara leche y miel pero que además
no les quedaban muy claras. ¿Era de veras estuviese deshabitada? Hubiera sido más
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y nos la dará. Pero no se rebelen contra el Señor ni teman al pueblo del país, pues nos los comeremos”.
Eso de comérselos era sólo una metáfora, pero la idea quedaba clara. ¿O no? Sin em- bargo, el pueblo no sólo no quiso escuchar a Josué; además deseó con toda el alma eliminarlo de una vez por todas. Y entonces la gloria de Dios apareció a la vista de los israelitas y se oyó una voz del cielo que decía:
“-¿Hasta cuándo me despreciará este pueblo? ¿Hasta cuándo me creerán, con todos los signos que he hecho entre ellos? Voy a herirlo de peste y a desheredarlo... ¡Por mi vida juro que todos los hombres que vieron mi gloria y los signos que hice en Egipto y en el desierto, y me han puesto a prueba, ya van diez veces, y no me han obedecido, no verán la tierra que prometí a sus padres, y los que me han despreciado tampoco la verán” (Números 14, 11-23).
De esta manera, por dejarse impresionar por los pesimistas, los israelitas fueron con- denados a vagar durante 40 años por el desierto...
Al leer este pasaje, el lector se pregunta: “¿Por qué Dios dio a los israelitas una tierra ocupada?”. La respuesta es simple: la tierra entera es del Señor y Él se la da a quien quiere; además, aquellos pueblos paganos habían desagradado al Señor, de modo que decidió quitárselas. Esta era la lógica divina, pero los israelitas no lo entendieron así.
Mas no entremos en honduras y quedé- monos con esta enseñanza: desde las pri- meras páginas de la Escritura, Dios reprueba el pesimismo, y hacer demasiado caso a los pesimistas se paga caro. ¿No tiene Dios el gobierno del mundo en sus manos? ¡Ah, únicamente los que confían en Él, haciendo oídos sordos a los negros presagios de los demás, llegarán lejos en la vida! Los demás, los desconfiados, siempre se quedarán a medio camino, en el desierto.
aquella una tierra tan fértil como decía Dios? ¿qué tanta miel y qué tanta leche manaba en realidad?, Y si, por el contrario, ese lugar no era un oasis, ni un pequeño paraíso, sino más bien un territorio desértico y mediocre, ¿qué iban a hacer con sus vidas? ¡Ah, en Egipto no se lo pasaban tan mal, después de todo! ¿Por qué habían cambiado lo se- guro por lo incierto?
Poco después de atravesar el Mar Rojo, Moisés envió a la tierra prometida una do- cena de exploradores para que se informa- ran sobre el asunto y les contaran después, a él y a todo el pueblo, cuanto hubiesen visto y oído en aquellos lugares para saber a qué atenerse. Entre ellos iba también Ho- sea, hijo de Nun, a quien más tarde Dios le cambiaría el nombre por el de Josué.
Durante 40 días recorrieron los explo- radores el territorio, al cabo de los cuales regresaron con la lengua de fuera y muchas cosas que contar, unas buenas y otras ho- rribles. Aquí el informe que rindieron a Moisés tal y como salió de sus bocas:
“-Hemos entrado en el país a donde nos enviaste: es una tierra que mana leche y miel; aquí tenéis sus frutos. Pero el pueblo que habita el país es poderoso, con grandes ciudades fortificadas. En la zona del desierto habitan los amalecitas, en tanto que los heteos, jebuseos y amorreos viven en las montañas; los cananeos lo hacen junto al mar y junto al Jordán”.
El informe estaba dirigido a Moisés, pero no sólo él escuchaba: a un lado de él estaba todo el pueblo, que se estremeció de terror. Les quedó claro que no iba a ser tan sencillo tomar posesión de aquella tierra. Antes,
fácil, y más sabio, y más prudente. En cam- bio, les daba una tierra que ya era de otros, como si les hubiese prometido un rancho que ya tuviera dueño...
Uno de los que escuchaban aquel infor- me, movido por el Espíritu Santo, exclamó en medio de la asamblea:
“-Tenemos que subir y apoderarnos de la tierra. Estoy cierto de que podremos”.
Pero 10 de los exploradores que habían estado allá no estuvieron de acuerdo con este optimista incorregible y contra-argu- mentaron así:
“-La tierra que hemos cruzado y explo- rado es una tierra que devora a sus habi- tantes; el pueblo que hemos visto en ella es de gran estatura. Hemos visto allí a ver- daderos gigantes: a su lado parecíamos saltamontes, y así nos veían ellos”.
Al escuchar esto, los israelitas explotaron de terror, y empezaron a patear el suelo, a llorar, a gemir y a reprochar a Moisés:
“-Ojalá –decían- nos hubiéramos muerto en Egipto o en este desierto; ojalá nos mu- riéramos ya de una vez por todas. ¿Para qué nos ha traído el Señor a esta tierra? ¿No sería mejor que nos volviéramos a Egipto?
Estaban consternados. ¿Qué iba a ser de ellos? Dios, no les había hablado de esos gigantes; Él sólo les habló de leche y miel, como si todo fuese tan sencillo. Y lloraban todos, y pedían clemencia, y tiritaban de miedo. Al ver tanto alboroto, Josué, uno de los expedicionarios, dijo en alta voz:
“-La tierra que hemos recorrido es una tierra excelente, que mana leche y miel. Si el Señor nos aprecia, nos hará entrar en ella
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