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   Por P. Julián López Amozurrutia @desdelafemx
E l buen aroma de la unción se extiende, agradable, para nuestro deleite. La Pascua es sellada con el don por anto- nomasia, el don personal del Espíritu Santo. Si la Palabra es “buena” noticia de salvación, Evangelio, el buen aroma del Espíritu es el que nos concede percibirla con gusto, el único que nos pone a la altura de su novedad y nos convierte en sus
proclamadores.
Por eso el Concilio Vaticano II nos en-
señó que la Sagrada Escritura debe ser leída con el mismo espíritu que la inspiró (cf. Dei Verbum, n. 12). En realidad, toda la vida cristiana es guiada por ese mismo Espíritu para configurarse con Jesús, el Señor, y toda la actividad de la Iglesia depende en su eficacia de su acción.
Algunos han considerado al Espíritu Santo el “gran desconocido”. En realidad, Él es “el gran implícito”, porque en ninguna experiencia verdaderamente cristiana está ausente. Es decir, lo conocemos, aún si no siempre somos conscientes de ello. Es tan familiar, tan íntimo, que se parece a nuestra propia profundidad. Aunque no siempre formulemos su presencia, si aclamamos “Padre” a Dios es movidos por el Espíritu Santo (cf. Ga 4,6), de la misma manera que nadie puede confesar a Jesús como “Señor” si no es por el impulso del Espíritu Santo (cf. 1Co 12,3).
Nuestra profesión de fe, pues, en la per- sona del Padre y en la persona del Hijo, depende de la acción del Espíritu en no- sotros. La Iglesia aprendió, también, que el Espíritu Santo no es sólo quien nos mueve a la adoración de Dios, sino que Él
mismo es adorado y glorificado.
Así lo supo exponer el I Concilio de Constantinopla, en el año 381, asumiendo la enseñanza de los grandes Padres capa- docios Basilio Magno, Gregorio de Nacianzo y Gregorio de Nisa, como lo recitamos en su Credo: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló
por los profetas”.
Con esta fórmula se logró expresar la
idéntica condición divina del Espíritu San- to, por ello llamado “Señor”, cuya obra consiste en otorgarnos la vida divina que Él mismo posee como Espíritu del Padre y del Hijo. Él es “el que procede” (cf. Jn 15,26) del Padre y es
       enviado por el Hijo para cumplir en no- sotros la obra de sal- vación ya realizada por nuestro Señor Jesucristo. Por otra parte, al señalar que habló por los profetas, se reconoce la acción que ya llevaba a cabo desde el Antiguo Tes- tamento, más aún, su presencia desde la Creación, que apun- taba a la plenitud de Cristo.
La culminación de la Pascua es un tiempo oportuno para renovar la catequesis sobre el Espíritu Santo.
 Algunos han considerado al Espíritu Santo como el “gran desconocido”. En realidad, Él es “el gran implícito”, ya que en ninguna experiencia cristiana está ausente.
La riqueza simbólica que se ha emplea- do para presentarlo se encuentra ya en la Sagrada Escritura: es hálito divino, paloma, agua, fuego, nube... Y esto mismo ha dado pie a que su misterio se dibuje en múltiples imágenes, como las que aparecen en los textos litúrgicos, particularmente en la Secuencia: padre de los pobres, dador de las gracias, huésped del alma...
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desdelafemx desdelafe.oficial desdelafe DesdelaFeOficial 9 de junio de 2019 5

















































































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