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/ OPINIÓN
COLUMNA INVITADA
Por JUAN JESÚS PRIEGO
Sacerdote, periodista y escritor de la Arquidócesis de San Luis Potosí.
bueyes: Job los perdió todos; así se lo anun- ció el mensajero: “Estaban los bueyes aran- do y las burras pastando cuando cayeron sobre ellos unos sabeos, apuñalaron a los cuidadores y se llevaron el ganado. Sólo yo pude escapar para contártelo”. Poco tiempo después la desgracia se abatió so- bre las ovejas; con el mismo tono deses- perado del anterior, le dijo el nuevo mensajero: “Ha caído un rayo del cielo que ha quemado y consumido tus ovejas y a tus pastores. Sólo yo pude escapar para contártelo”. Luego fue el turno de los ca- mellos que no eran pocos: “Una banda de caldeos, dividiéndose en tres grupos, se echó sobre los camellos y se los llevó, y apuñaló a los cuidadores. Sólo yo pude escapar para contártelo”. Por último el in- fortunio tocó a los hijos (¿y por qué a los hijos, si no eran cosas? Éste es el segundo misterio del relato): “Estaban tus hijos e hijas comiendo y bebiendo en casa del hermano mayor cuando un huracán cruzó el desierto y embistió por los cuatro cos- tados la casa, que se derrumbó y los mató. Sólo yo pude escapar para contártelo”.
Sin embargo, Job no reniega; aprieta los dientes, a lo más, pero no dice nada. Satán está perplejo. ¿Cómo había sido posible que Job no protestara? Entonces dice a Dios algo como esto: Bueno, tal vez ni sus hijos ni sus bienes le importaran dema- siado. El hombre es un ser egoísta que sólo se ama a sí mismo. “Pero ponle la mano encima, hiérelo en la carne y en los huesos y te apuesto a que ahora sí te maldice”.
Satanás hirió entonces a Job con unas llagas malignas que se extendían desde la coronilla hasta la punta del pie, pero éste volvió a apretar los dientes y no blasfemó. ¡Qué ironía! Lo único que el diablo le dejó al pobre Job fue a su mujer, una señora malhumorada que no dejaba de decirle: “¡Anda, maldice a Dios y muérete!”.
Yo me quedo aquí: en la concepción del hombre que tiene el diablo. Dios ama al ser humano y, cuando lo ve desde el cielo, sonríe de satisfacción. En cambio el tentador lo odia. Y aunque este diálogo me siga pareciendo misterioso, he tomado ya una medida: cuando escuche de una nueva teoría antropológica y descubra que se trata de una teoría denigratoria, ya sabré quién diablos se la ha inspirado al autor.
           Dios y el diablo
H ay en la Biblia un diálogo sumamente misterioso que hasta la fecha nadie ha sido capaz de descifrar. Los in- terlocutores son Dios y el diablo, y hablan de un cierto hombre llamado Job. Dios está encantado por la vida y el proceder de este individuo santo, pero el diablo, que no siente simpatía por los humanos, es de
otro parecer. Así sucedieron las cosas: “Había una vez en el país de Hus un hombre llamado Job: era justo y honrado, religioso y apartado del mal. Tenía siete hijos y tres hijas. Tenía, además, siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes, quinientas burras y una servi- dumbre numerosa. Era el más rico entre los hombres de Oriente. Un día fueron los ángeles y se presentaron ante el Señor; entre ellos llegó también Satanás. El Señor
le preguntó:
“-¿De dónde vienes?“ / -De dar vueltas
por la tierra” –respondió el diablo.
Hay en la respuesta del tentador un dejo de cinismo que hasta el más distraído de los lectores capta a la primera. “De dar vueltas por la tierra”. Como si dijera: “Vengo de por ahí”. Pero el Señor no se molesta por ello y pasa a preguntarle si, ya que ha andado de vago, no conoció por el mundo
a un hombre llamado Job.
“El Señor le dijo: -¿Te has fijado en mi
siervo Job? En la tierra no hay otro como él: es justo y honrado, religioso y apartado del mal”.
Sí, Satanás conoce a Job. ¡Cómo no va a conocerlo! Pero no estaba de acuerdo en que se tratara de un dechado de virtudes. Y, por lo demás, ¿quién no iba a ser bueno y piadoso cuando la vida lo había tratado tan bien? Tal vez esbozando una sonrisa –una sonrisa seca, gélida, glacial-, Satanás
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respondió así a las palabras del Señor: “-¿Y crees tú que su fe es desinteresada? ¡Tú mismo lo has cercado y protegido, a él, a su hogar y todo lo suyo! Has bendecido sus trabajos, y sus rebaños se multiplican. Pero tócalo, daña sus posesiones, y te
apuesto que te maldecirá a la cara”. Primer misterio: ¿por qué el demonio habla a Dios con tanta familiaridad? ¡Le habla de tú! ¡Habrase visto semejante des- fachatez! Pero lo que me importa señalar, al menos por ahora, es la idea que Satanás tiene del hombre, su teoría antropológica, por decirlo así: para él, el ser humano es un ser convenenciero, una criatura a la que nada le interesa más que vivir pasándoselo bien. ¡Claro que Job es religioso! Pero no porque ame a Dios, sino porque le conviene guardar las formas, es decir, estar bien con el jefe. ¡Ah, el hombre, ese imbécil! Un fa- moso periodista norteamericano de prin- cipios de siglo, H. L. Mencken (1880-1956), lo definió así en uno de sus artículos: “El hombre es una enfermedad local del cos- mos, una especie de eczema o de uretritis pestífera... Es un producto chapucero y ridículo: pocas bestias son tan estúpidas y cobardes como él. ¡Es el supremo payaso de la creación!”. ¿Cómo fiarse del hombre, de los hombres? Por eso, sugiere Satanás, es preciso probar a Job para ver cómo re- acciona. Te apuesto –dice a Dios- que, si le quitas todo lo que le has dado, no sólo dejará de ser el individuo piadoso que es, sino que además se pondrá a proferir
blasfemias.
“El Señor dijo entonces a Satanás:
“-Haz lo que quieras con sus cosas, pero a él no lo toques”.
Con la misma sonrisa gélida de siempre, Satán volvió a la tierra a realizar su expe- rimento. Primero fueron las burras y los
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