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El consumidor y el anticuario

26 agosto, 2021
No sé si lo leí o lo soñé, pero ahora me queda claro que sólo existen, fundamentalmente, dos actitudes ante la vida: la del consumidor y la del anticuario. ¿Qué pasa cuando un norteamericano medio, por ejemplo, al comprar un pantalón, ve que uno de los hilos del zipper se ha soltado? Es muy simple: llama a la dependienta a grandes voces y le dice que la prenda está defectuosa. La señorita, por supuesto, no puede creerlo y hasta se muestra sinceramente apenada. ¿Cómo ha sido posible que esto sucediera? Entonces se rinde a la evidencia, toma el pantalón y va a depositarlo a la canastilla de las ofertas. Por este solo hilo suelto –un hilo pequeño que cualquiera podría quitar de allí valiéndose de una navaja de afeitar-, el pantalón ha perdido ya la mitad de su valor, si no es que aún más. El consumidor es implacable: todo lo mira como con lupa, y cuando encuentra en un objeto algo que no está bien, al punto lo arroja al contenedor de los desperdicios. Hace poco pude tener entre mis manos un libro escrito por Greg Behrendt cuyo título era: ¡Si está roto, no lo arregles! Ahora bien, ¿de qué trataba? Lo descubrí cuando pude leer en la contraportada la leyenda siguiente: “Es un hecho: él ya no es tu pareja. Sécate las lágrimas, lee este libro y vuelve a descubrir lo maravillosa que eres”. Sí, hablaba del matrimonio; hablaba, más precisamente, del amor. Si se rompe, no lo pegues. ¿Para qué, si ya no nunca quedará como antes? ¿Para qué gastas tiempo y dinero tratando de remediar lo irremediable? Además, por si no lo sabes, las cosas reparadas dan aspecto de pobreza, de descuido. ¡No lo pegues por ningún motivo! He aquí un libro escrito por un hombre de mentalidad consumidora. El más leve defecto de tu pareja es suficiente para que lo eches sin miramientos al cubo de la basura, un poco así como se avienta un pantalón con hilos sueltos a la canasta de saldos. ¿O qué podría hacerse con un viejo pocillo de los tiempos de tu abuela que ya dio todo lo que podía y del que no es posible esperar nada más? Su tiempo de vida útil ha terminado, y no hay para qué seguirlo conservando. ¡No te apegues a él! Cierra los ojos, atrévete a tirarlo lejos –no dejes que el corazón te gane- y así dejarás espacio para que haya en tu armario uno nuevo y más útil. Después de todo, ¿por qué no? Afortunadamente, no todos los hombres ven la vida y a las personas con ojos de consumidor; también hay quienes los ven con ojos de anticuarios. ¿Cómo es esto? El anticuario sabe que la pieza que tiene entre sus manos no es perfecta, aunque sí perfectible. A este hermoso reloj, por decir algo, se le ha roto la carátula. Es una lástima que esto haya sucedido, pero es lo que suele pasar con los relojes cuando no han sido tratados con cuidado. ¿Qué vamos a hacer con éste? ¿Tirarlo sin más? ¡Oh, eso sería una lástima, pues se trata, a fin de cuentas, de un bello reloj! Parece ser que, si queremos que siga funcionando, no queda otro remedio que repararlo. Por lo demás, también las manecillas están rotas, y una incluso se ha soltado de su eje. ¡No importa! Ya lo arreglará él todo con mucho cuidado y no poca paciencia. O puede tratarse de un jarrón: el asa está abollada. ¿Qué va a hacer con él? ¿Estrellarlo contra el suelo para luego barrer los pedazos? De ningún modo, pues se trata de una pieza muy valiosa. Él mismo, tan pronto como le sea posible, la llevará a reparar con el que sepa hacerlo, pues el principio que rige su vida es exactamente el contrario del anterior, o sea: ¡Si está roto, arréglalo! Para él, sería una lástima dejar perder obras de semejante valor por una nonada. Hoy el amor es visto, en muchas ocasiones, con la mirada del consumidor. Necesitamos personas que lo vean con la mirada afectuosa del anticuario. “Es un hecho, él ya no es tu pareja”, dice el primero, en tanto que el segundo se expresa como lo hizo el famoso crítico francés Charles de Sainte-Beuve (1804-1869) en uno de sus Retratos de mujeres: “No, no es verdad que el amor no tiene más que un tiempo limitado para reinar en los corazones; que después de un momento de esplendor y de embriaguez su declinar sea inevitable; que cinco años, como se ha dicho, sea el término más largo asignado por la naturaleza a la pasión que nada sujeta y que muere inmediatamente por sí misma. “No, no es verdad que el amor, en los corazones completos, sea un no sé qué que una pequeñez hace nacer y que otra pequeñez hace desvanecer; que esta pasión, la más elevada y la más bella, sea como un cristal precioso que tarde o temprano un accidente destruye y que de un golpe se rompe sin poderse ya nunca reparar. Esto sucede algunas veces así. Pero cuando el pensamiento y el alma ocupan el lugar que corresponde a ese nombre de amor, cuando los recuerdos ya antiguos y de mil formas encantadores se han mezclado y penetrado, cuando los corazones han permanecido fieles, un accidente, una frialdad momentánea, no son irreparables. “El amor, como todo lo que se relaciona con el pensamiento, no puede estar a merced de un juego del exterior, de un error involuntario; no se rompe, como el vidrio cuyo marco nuevo tan pronto recibe un rayo ardiente como una lluvia húmeda. Esta clase de imágenes no tienen nada en común con él. No es ni siquiera un diamante que pueda ser rayado. Porque él es el alma misma. Vive con una vida invisible. Se cura con sus propios bálsamos, se repara, recomienza, no ha cesado. Va hasta la tumba y se eterniza más allá”. ¡Qué opiniones más opuestas la de Greg Behrendt y la de Charles de Sainte-Beuve! Aquél habla del amor como de una cosa susceptible de romperse y que ya no es preciso reparar porque es inútil; éste, como de algo que no se rompe jamás: de algo –son sus palabras- que se repara, recomienza y no acaba nunca. No sé por qué, pero he sentido un placer extraordinario al escribir este artículo: sin quererlo, sin pretenderlo siquiera, he puesto a dialogar a dos hombres que no pudieron conocerse y que, aunque utilizaban las mismas metáforas para hablar del amor, no podían concebirlo de maneras más distintas. El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí. Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

No sé si lo leí o lo soñé, pero ahora me queda claro que sólo existen, fundamentalmente, dos actitudes ante la vida: la del consumidor y la del anticuario.

¿Qué pasa cuando un norteamericano medio, por ejemplo, al comprar un pantalón, ve que uno de los hilos del zipper se ha soltado? Es muy simple: llama a la dependienta a grandes voces y le dice que la prenda está defectuosa. La señorita, por supuesto, no puede creerlo y hasta se muestra sinceramente apenada. ¿Cómo ha sido posible que esto sucediera? Entonces se rinde a la evidencia, toma el pantalón y va a depositarlo a la canastilla de las ofertas. Por este solo hilo suelto –un hilo pequeño que cualquiera podría quitar de allí valiéndose de una navaja de afeitar-, el pantalón ha perdido ya la mitad de su valor, si no es que aún más. El consumidor es implacable: todo lo mira como con lupa, y cuando encuentra en un objeto algo que no está bien, al punto lo arroja al contenedor de los desperdicios.

Hace poco pude tener entre mis manos un libro escrito por Greg Behrendt cuyo título era: ¡Si está roto, no lo arregles! Ahora bien, ¿de qué trataba? Lo descubrí cuando pude leer en la contraportada la leyenda siguiente: “Es un hecho: él ya no es tu pareja. Sécate las lágrimas, lee este libro y vuelve a descubrir lo maravillosa que eres”. Sí, hablaba del matrimonio; hablaba, más precisamente, del amor. Si se rompe, no lo pegues. ¿Para qué, si ya no nunca quedará como antes? ¿Para qué gastas tiempo y dinero tratando de remediar lo irremediable? Además, por si no lo sabes, las cosas reparadas dan aspecto de pobreza, de descuido. ¡No lo pegues por ningún motivo! He aquí un libro escrito por un hombre de mentalidad consumidora. El más leve defecto de tu pareja es suficiente para que lo eches sin miramientos al cubo de la basura, un poco así como se avienta un pantalón con hilos sueltos a la canasta de saldos. ¿O qué podría hacerse con un viejo pocillo de los tiempos de tu abuela que ya dio todo lo que podía y del que no es posible esperar nada más? Su tiempo de vida útil ha terminado, y no hay para qué seguirlo conservando. ¡No te apegues a él! Cierra los ojos, atrévete a tirarlo lejos –no dejes que el corazón te gane- y así dejarás espacio para que haya en tu armario uno nuevo y más útil. Después de todo, ¿por qué no?

Afortunadamente, no todos los hombres ven la vida y a las personas con ojos de consumidor; también hay quienes los ven con ojos de anticuarios. ¿Cómo es esto? El anticuario sabe que la pieza que tiene entre sus manos no es perfecta, aunque sí perfectible. A este hermoso reloj, por decir algo, se le ha roto la carátula. Es una lástima que esto haya sucedido, pero es lo que suele pasar con los relojes cuando no han sido tratados con cuidado. ¿Qué vamos a hacer con éste? ¿Tirarlo sin más? ¡Oh, eso sería una lástima, pues se trata, a fin de cuentas, de un bello reloj! Parece ser que, si queremos que siga funcionando, no queda otro remedio que repararlo. Por lo demás, también las manecillas están rotas, y una incluso se ha soltado de su eje. ¡No importa! Ya lo arreglará él todo con mucho cuidado y no poca paciencia. O puede tratarse de un jarrón: el asa está abollada. ¿Qué va a hacer con él? ¿Estrellarlo contra el suelo para luego barrer los pedazos? De ningún modo, pues se trata de una pieza muy valiosa. Él mismo, tan pronto como le sea posible, la llevará a reparar con el que sepa hacerlo, pues el principio que rige su vida es exactamente el contrario del anterior, o sea: ¡Si está roto, arréglalo! Para él, sería una lástima dejar perder obras de semejante valor por una nonada.

Hoy el amor es visto, en muchas ocasiones, con la mirada del consumidor. Necesitamos personas que lo vean con la mirada afectuosa del anticuario.

“Es un hecho, él ya no es tu pareja”, dice el primero, en tanto que el segundo se expresa como lo hizo el famoso crítico francés Charles de Sainte-Beuve (1804-1869) en uno de sus Retratos de mujeres: “No, no es verdad que el amor no tiene más que un tiempo limitado para reinar en los corazones; que después de un momento de esplendor y de embriaguez su declinar sea inevitable; que cinco años, como se ha dicho, sea el término más largo asignado por la naturaleza a la pasión que nada sujeta y que muere inmediatamente por sí misma.

“No, no es verdad que el amor, en los corazones completos, sea un no sé qué que una pequeñez hace nacer y que otra pequeñez hace desvanecer; que esta pasión, la más elevada y la más bella, sea como un cristal precioso que tarde o temprano un accidente destruye y que de un golpe se rompe sin poderse ya nunca reparar. Esto sucede algunas veces así. Pero cuando el pensamiento y el alma ocupan el lugar que corresponde a ese nombre de amor, cuando los recuerdos ya antiguos y de mil formas encantadores se han mezclado y penetrado, cuando los corazones han permanecido fieles, un accidente, una frialdad momentánea, no son irreparables.



“El amor, como todo lo que se relaciona con el pensamiento, no puede estar a merced de un juego del exterior, de un error involuntario; no se rompe, como el vidrio cuyo marco nuevo tan pronto recibe un rayo ardiente como una lluvia húmeda. Esta clase de imágenes no tienen nada en común con él. No es ni siquiera un diamante que pueda ser rayado. Porque él es el alma misma. Vive con una vida invisible. Se cura con sus propios bálsamos, se repara, recomienza, no ha cesado. Va hasta la tumba y se eterniza más allá”.

¡Qué opiniones más opuestas la de Greg Behrendt y la de Charles de Sainte-Beuve! Aquél habla del amor como de una cosa susceptible de romperse y que ya no es preciso reparar porque es inútil; éste, como de algo que no se rompe jamás: de algo –son sus palabras- que se repara, recomienza y no acaba nunca.

No sé por qué, pero he sentido un placer extraordinario al escribir este artículo: sin quererlo, sin pretenderlo siquiera, he puesto a dialogar a dos hombres que no pudieron conocerse y que, aunque utilizaban las mismas metáforas para hablar del amor, no podían concebirlo de maneras más distintas.

El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.





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