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¿Por qué no hay que descuidar la oración cotidiana?

20 octubre, 2019
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El juez inicuo y la viuda importuna (Lc 18, 1-8)

En aquel tiempo, para enseñar a sus discípulos la necesidad de orar siempre y sin desfallecer, Jesús les propuso esta parábola:

“En cierta ciudad había un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. Vivía en aquella misma ciudad una viuda que acudía a él con frecuencia para decirle: ‘Hazme justicia contra mi adversario’. Por mucho tiempo, el juez no le hizo caso, pero después se dijo: ‘Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres; sin embargo, por la insistencia de esta viuda, voy a hacerle justicia para que no me siga molestando’.

 “Dicho esto, Jesús comentó: “Si así pensaba el juez injusto, ¿creen acaso que Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a él día y noche, y que los hará esperar?

Yo les digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿creen ustedes que encontrará fe sobre la tierra?”

Comentario

En varias ocasiones, los diversos evangelistas nos narran que Jesús enseñaba a sus discípulos a orar. Por  la tradición de Mateo (6,5 ss.) sabemos que antes de legarles la oración por excelencia –el Padre Nuestro- Jesús les indica que no sean como los hipócritas que gustan de orar en las esquinas para que la gente los vea, sino que busquen lo secreto para hablar con el Padre, quien les escuchará.

Por otro lado, en la tradición de san Marcos, casi al final del Evangelio, exactamente antes del relato de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, la última indicación que da a sus discípulos, antes del Misterio Pascual, es: “Velen y oren, para no caer en tentación, porque el espíritu está pronto, pero la carne es débil”; es por eso que los anima en la perseverancia de la oración (Mc. 14,38). En la tradición de san Lucas, en el evangelio que hemos escuchado este domingo, la invitación es a orar siempre y sin desfallecer (Lc. 18,1), pero esto no parece ser una oración virtuosa, sino más bien es una oración en defensa personal; me explico:

Después del seminario, donde rezábamos diariamente la Liturgia de las horas, el Rosario y meditábamos al menos media hora todos los días; como sacerdotes recién ordenados tuvimos que enfrentar el trauma de los eternos compromisos, de la avalancha de reuniones que tuvimos que llevar adelante y demandas que las personas hacían de nuestro tiempo y de nuestra persona.



De manera que la oración fue lo que descuidé en mis primeros días como sacerdote, aquella que hacía siempre y sin desfallecer en el seminario.

Y es que los compromisos y encomiendas que nos hacen a los recién ordenados, parecen más una prueba de resistencia que una cordial bienvenida a un ministerio. Realmente nos enfrentamos a la barbarie de compromisos por cumplir y responsabilidades por llevar a cabo. Y, ¡sí!, en consecuencia, lo primero que descuidé fue la oración cotidiana.

Ahora, al paso de los años, veo que las responsabilidades y compromisos no han disminuido, pero asumo menos, en comparación con mis primeros años de ministerio. Ahora, he tomado la decisión de no ver el celular antes de rezar los laudes, eso poco a poco me ha regresado la calma al corazón, porque ya sé que tengo que hacer mil cosas todos los días y que muchas dependen de mí; sin embargo, me digo con toda calma: para todo habrá tiempo y si no lo hay, no importa, siempre y cuando haga lo más importante.

Es así como recuperé la oración en la vida cotidiana, que es oro para mí, no porque sea muy virtuoso; es oro para mí en defensa propia: de mi castidad y del ministerio que la Iglesia me encomendó.

No encuentro mayor recomendación para este Domingo Mundial de las Misiones que orar siempre y sin desfallecer…





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