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COLUMNA

Columna invitada

El Dios que yo amo

El Dios que yo amo es Aquel del que se puede decir: “Aunque pase por un valle tenebroso ningún mal temeré, porque Tú estás conmigo”.

3 agosto, 2020
¿De qué experiencia se habría librado el autor del salmo 23 para escribir, en honor de Yahvé, su Dios, este canto hermosísimo que aun los no creyentes se saben de memoria? Intencionadamente he renunciado a averiguarlo. No me interesa saber quién lo escribió, ni en qué año, ni después de qué pruebas felizmente superadas.

El Señor es mi pastor, nada me falta. En prados de hierba fresca me hace descansar, me conduce junto a aguas tranquilas y renueva mis fuerzas.

Todo indica, sin embargo, que se trata de un hombre cansado al que de pronto le es quitado el peso que cargaba sobre sus hombros y, ya por fin libre, se pone a cantar de gratitud. Es Dios quien le ha dado el descanso. No es la suerte, ni una constelación de circunstancias venturosas lo que lo ha puesto a salvo del peligro, sino su Dios: el Dios en quien cree. Tampoco es el Universo el que ha conspirado, por decirlo así, para que todo haya salido bien: el Universo, como la Naturaleza, es indiferente al acontecer de los hechos; como es sordo, no puede ni podría escucharlo. Pero Dios oye. Pero Dios ve. Se puede confiar en Él.

Me guía por la senda del bien, haciendo honor a su nombre; así, aunque pase por un valle tenebroso, ningún mal temeré, porque Tú estás conmigo: tu vara y tu bastón me dan seguridad.

El autor del salmo sabe que el mundo es peligroso, pero no tiene miedo porque hay Alguien que siempre lo acompaña. “Ningún mal temeré”. Ni ahora ni nunca. ¿De dónde, pues, le nace esa valentía y esa seguridad? No de sus propias fuerzas, sino de la cercanía de Dios. Si Dios estuviese lejos, habría muchas razones para temer y echarse a temblar; pero, puesto que Él está cerca, no hay razón para el espanto. El Dios del salmista es un Dios que camina, ve, oye y acompaña. Él lo ve todo desde el cielo y se compadece de los suyos, de los que confían en su misericordia. Los ídolos no: éstos tienen ojos y no ven, oídos y no oyen (Cf. Salmo 135, 16). Son de piedra o de metal: son sordos y ciegos, en tanto que Dios, por el contrario… Una vez, según cuenta Mario Benedetti (1920-2009) en La tregua, la señorita Avellaneda se puso un día a hablar de Dios en presencia del viejo Martín Santomé, el protagonista de la novela, y le dijo como si tal cosa: “-Pero si está tan claro. Vos te complicás porque querés que Dios tenga rostro, manos, corazón. Dios es un común denominador. También podríamos llamarlo la Totalidad. Dios es esta piedra, mi zapato, aquella gaviota, tus pantalones, esa nube, todo. “-¿Y eso te atrae? –le había preguntado Martín Santomé. “-Por lo menos me inspira respeto –respondió la señorita Avellanada, que ni parpadeaba siquiera ante la barbaridad que acababa de decir. “A mí no –pensó el buen viejo-. No puedo figurarme a Dios como una gran Sociedad Anónima”. ¡Es claro que Martín Santomé amaba a la señorita Avellaneda! La amaba locamente, tanto más cuanto que él era ya casi un anciano y ella una jovencita que, por extrañas razones, se había enamorado de él. ¿Cómo había sido posible semejante cosa? Y, sin embargo, no estaba de acuerdo con su concepción de Dios.  “Dios es esta piedra, mi zapato, aquella gaviota, tus pantalones, esa nube, todo”. ¡Qué estupidez! Al día siguiente, Martín Santomé escribió en su diario: “Son raras las veces que pienso en Dios. Sin embargo, tengo un fondo religioso, un ansia de religión. Quisiera convencerme de que efectivamente poseo una definición de Dios. Pero no poseo nada semejante. Son raras las veces que pienso en Dios, sencillamente porque el problema me excede tan sobrada y soberanamente, que llega a provocarme una especie de pánico, una desbandada general de mi lucidez y de mis razones, ‘Dios es la Totalidad’, dice Avellaneda (por alguna razón, Martín nunca llama a Laura por su nombre, sino, extrañamente, sólo por su apellido, como un jefe a su empleado de confianza). ‘Dios es la Esencia de todo’, dice Aníbal, ‘lo que mantiene todo en equilibrio, en armonía, Dios es la Gran Coherencia’. Soy capaz de entender una y otra definición, pero ni una ni otra son mi definición. Es probable que ellos estén en lo cierto, pero no es ése el Dios que yo necesito. Yo necesito un Dios con quien dialogar, un Dios en quien pueda buscar amparo, un Dios que me responda cuando lo interrogo, cuando lo ametrallo con mis dudas. Si Dios es la Totalidad, la Gran Coherencia, si Dios es sólo la energía que mantiene vivo el Universo, si es algo tan inconmensurablemente infinito, ¿qué puede importarle de mí, un átomo malamente encaramado a un insignificante piojo de su Reino? No me importa ser un átomo del último piojo de su Reino, pero me importa que Dios esté a mi alcance, me importa asirlo, no con mis manos, claro, ni siquiera con mi razonamiento. Me importa asirlo con mi corazón”. El Dios que yo amo es Aquel que, en efecto, y aunque a algunos les parezca ridículo, oye, habla, toca  y ama. Es el Dios de la Biblia. Un Dios del que se puede decir: “Aunque pase por un valle tenebroso ningún mal temeré, porque Tú estás conmigo”. *El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí. Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe. ¿Ya conoces nuestra revista semanal? Al adquirir un ejemplar o suscribirte nos ayudas a continuar nuestra labor evangelizadora en este periodo de crisis. Visita revista.desdelafe.mx  o envía un WhatsApp al +52 55-7347-0775

¿De qué experiencia se habría librado el autor del salmo 23 para escribir, en honor de Yahvé, su Dios, este canto hermosísimo que aun los no creyentes se saben de memoria? Intencionadamente he renunciado a averiguarlo. No me interesa saber quién lo escribió, ni en qué año, ni después de qué pruebas felizmente superadas.

El Señor es mi pastor, nada me falta.
En prados de hierba fresca me hace descansar,
me conduce junto a aguas tranquilas
y renueva mis fuerzas.

Todo indica, sin embargo, que se trata de un hombre cansado al que de pronto le es quitado el peso que cargaba sobre sus hombros y, ya por fin libre, se pone a cantar de gratitud. Es Dios quien le ha dado el descanso. No es la suerte, ni una constelación de circunstancias venturosas lo que lo ha puesto a salvo del peligro, sino su Dios: el Dios en quien cree. Tampoco es el Universo el que ha conspirado, por decirlo así, para que todo haya salido bien: el Universo, como la Naturaleza, es indiferente al acontecer de los hechos; como es sordo, no puede ni podría escucharlo. Pero Dios oye. Pero Dios ve. Se puede confiar en Él.

Me guía por la senda del bien, haciendo honor a su nombre;
así, aunque pase por un valle tenebroso, ningún mal temeré,
porque Tú estás conmigo:
tu vara y tu bastón me dan seguridad.

El autor del salmo sabe que el mundo es peligroso, pero no tiene miedo porque hay Alguien que siempre lo acompaña. “Ningún mal temeré”. Ni ahora ni nunca. ¿De dónde, pues, le nace esa valentía y esa seguridad? No de sus propias fuerzas, sino de la cercanía de Dios. Si Dios estuviese lejos, habría muchas razones para temer y echarse a temblar; pero, puesto que Él está cerca, no hay razón para el espanto. El Dios del salmista es un Dios que camina, ve, oye y acompaña. Él lo ve todo desde el cielo y se compadece de los suyos, de los que confían en su misericordia. Los ídolos no: éstos tienen ojos y no ven, oídos y no oyen (Cf. Salmo 135, 16). Son de piedra o de metal: son sordos y ciegos, en tanto que Dios, por el contrario…

Una vez, según cuenta Mario Benedetti (1920-2009) en La tregua, la señorita Avellaneda se puso un día a hablar de Dios en presencia del viejo Martín Santomé, el protagonista de la novela, y le dijo como si tal cosa:

“-Pero si está tan claro. Vos te complicás porque querés que Dios tenga rostro, manos, corazón. Dios es un común denominador. También podríamos llamarlo la Totalidad. Dios es esta piedra, mi zapato, aquella gaviota, tus pantalones, esa nube, todo.
“-¿Y eso te atrae? –le había preguntado Martín Santomé.
“-Por lo menos me inspira respeto –respondió la señorita Avellanada, que ni parpadeaba siquiera ante la barbaridad que acababa de decir.
“A mí no –pensó el buen viejo-. No puedo figurarme a Dios como una gran Sociedad Anónima”.



¡Es claro que Martín Santomé amaba a la señorita Avellaneda! La amaba locamente, tanto más cuanto que él era ya casi un anciano y ella una jovencita que, por extrañas razones, se había enamorado de él. ¿Cómo había sido posible semejante cosa? Y, sin embargo, no estaba de acuerdo con su concepción de Dios.  “Dios es esta piedra, mi zapato, aquella gaviota, tus pantalones, esa nube, todo”. ¡Qué estupidez!

Al día siguiente, Martín Santomé escribió en su diario: “Son raras las veces que pienso en Dios. Sin embargo, tengo un fondo religioso, un ansia de religión. Quisiera convencerme de que efectivamente poseo una definición de Dios. Pero no poseo nada semejante. Son raras las veces que pienso en Dios, sencillamente porque el problema me excede tan sobrada y soberanamente, que llega a provocarme una especie de pánico, una desbandada general de mi lucidez y de mis razones, ‘Dios es la Totalidad’, dice Avellaneda (por alguna razón, Martín nunca llama a Laura por su nombre, sino, extrañamente, sólo por su apellido, como un jefe a su empleado de confianza). ‘Dios es la Esencia de todo’, dice Aníbal, ‘lo que mantiene todo en equilibrio, en armonía, Dios es la Gran Coherencia’. Soy capaz de entender una y otra definición, pero ni una ni otra son mi definición. Es probable que ellos estén en lo cierto, pero no es ése el Dios que yo necesito. Yo necesito un Dios con quien dialogar, un Dios en quien pueda buscar amparo, un Dios que me responda cuando lo interrogo, cuando lo ametrallo con mis dudas. Si Dios es la Totalidad, la Gran Coherencia, si Dios es sólo la energía que mantiene vivo el Universo, si es algo tan inconmensurablemente infinito, ¿qué puede importarle de mí, un átomo malamente encaramado a un insignificante piojo de su Reino? No me importa ser un átomo del último piojo de su Reino, pero me importa que Dios esté a mi alcance, me importa asirlo, no con mis manos, claro, ni siquiera con mi razonamiento. Me importa asirlo con mi corazón”.

El Dios que yo amo es Aquel que, en efecto, y aunque a algunos les parezca ridículo, oye, habla, toca  y ama. Es el Dios de la Biblia. Un Dios del que se puede decir: “Aunque pase por un valle tenebroso ningún mal temeré, porque Tú estás conmigo”.

*El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

¿Ya conoces nuestra revista semanal? Al adquirir un ejemplar o suscribirte nos ayudas a continuar nuestra labor evangelizadora en este periodo de crisis. Visita revista.desdelafe.mx  o envía un WhatsApp al +52 55-7347-0775




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