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Las trampas de la justicia

7 abril, 2019

Lectura del Santo Evangelio

En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos y al amanecer se presentó de nuevo en el templo, donde la multitud se le acercaba; y Él, sentado entre ellos, les enseñaba. Entonces los escribas y fariseos le llevaron a una mujer sorprendida en adulterio, y poniéndola frente a él, le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos manda en la ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú que dices?” Le preguntaban esto para ponerle una trampa y poder acusarlo. Pero Jesús se agachó y se puso a escribir en el suelo con el dedo. Como insistían en su pregunta, se incorporó y les dijo: “Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra”. Se volvió a agachar y siguió escribiendo en el suelo. Al oír aquellas palabras, los acusadores comenzaron a escabullirse uno tras otro, empezando por los más viejos, hasta que dejaron solos a Jesús y a la mujer, que estaba de pie, junto a él. Entonces Jesús se enderezó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado?” Ella le contestó: “Nadie, Señor”. Y Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Vete y ya no vuelvas a pecar”.

Las trampas de la justicia

Preguntas mal intencionadas. Revestidas con la hipócrita pretensión de buscar justicia, cuando lo último que en realidad importa es la justicia. Habilidad para corromper el orden y utilizarlo para quebrantar al caído. La vida tiene sus propias complicaciones, para que a ellas les añadamos la manipulación mañosa, llamar a Jesús “maestro” y procurar despeñarlo una vez que se le ha orillado al borde del precipicio.

La fe cristiana no se deja arrinconar, cree en la justicia, por supuesto. La última expresión de Jesús a la adúltera es una clara manifestación de su culpa: “No vuelvas a pecar”. El perdón que el Señor ofrece no es la claudicación ante el orden, ella ha pecado, el mal se reconoce como tal, pero no se le permite tener la última palabra, no se le otorga el privilegio de la sentencia final. Mientras hay vida, la conversión es posible. Si se le apedreara, la oportunidad de remediar el error sería imposible, se asfixiaría en la condena. La mujer es llamada a irse, y ese camino es la ocasión efectiva de no volver a pecar, de que el perdón redima.

En el perdón, la libertad alcanza una de sus más altas expresiones. Y es también creatividad, fuerza de reconstrucción, supera el agobio del castigo por el castigo y desafía al culpable a iniciar un nuevo camino. Descarta la contundente fatalidad del mal, propia de los afanes justicieros, porque, además, cada acción maligna incluye su propia complejidad.



Se quiere hacer pagar a uno cuando muchas veces no es más que el representante de toda una red de corrupción en la que muy probablemente quienes demandan airados la aplicación del castigo frecuentemente han estado enredados en el mismo delito. “Es mejor que muera un solo hombre”, profetizará el sumo sacerdote en el proceso de Cristo. Y en este caso, se trataba del único en verdad inocente. ¿Quién tiene la probidad total para levantar el dedo acusador? El que sí la tenía, otorgó el perdón y abrió la esperanza.

Jesús se agacha dos veces, y otras dos se reincorpora. Agachado, escribe en el suelo. De pie, pronuncia la sabiduría divina, que es simultáneamente justicia y misericordia. En el juicio de la mujer adúltera se adelanta la postración de la pasión y su elevación en la cruz y en la resurrección. Sólo el juicio de Dios es relevante.





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