Las claves del padre José de Jesús Aguilar para consolidar nuestra felicidad: valores, actitudes y decisiones

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Homilía del Arzobispo Aguiar en el Domingo XIV del Tiempo Ordinario

5 julio, 2020
Homilía del Arzobispo Aguiar en el Domingo XIV del Tiempo Ordinario
Misa presidida por Carlos Aguiar en la Basílica de Guadalupe. Foto: INBG/Cortesía.
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“Jesús exclamó: “¡Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien”.

 ¿A qué se debe la dificultad que Jesús afirma tienen los sabios e inteligentes, para conocer y aceptar la realidad divina, revelada en su persona y en sus enseñanzas? ¿Cuál es la ventaja que tienen los sencillos, los débiles, los pequeños, los que no cuentan a los ojos del mundo? Para responder esta doble pregunta es conveniente recordar la Bienaventuranza: “Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”, y comprender en qué consiste la pobreza de espíritu.

El ser humano tiene la natural tendencia de desarrollar su inteligencia, sus cualidades, sus habilidades y sus capacidades; y gracias a ese desarrollo se abre camino en la vida, va encontrando el reconocimiento de los demás, y va adquiriendo la autosuficiencia. En una palabra, resuelve sus problemas y asume conciencia de su capacidad para conducir su vida.

En cuanto a su relación con Dios, a medida que crece su desarrollo humano restringirá, la mayoría de las veces sin pretenderlo, la necesidad de acudir a Dios, invocando su ayuda solamente para aquellas cosas que salen de su control; por tanto, creyendo en un Dios, a quien hay que recurrir para pedir milagros.

En este contexto costará enorme trabajo entender en qué consiste la pobreza de espíritu, ya que se corre el riesgo de imaginar a Dios, como el Ser Poderoso, distante y alejado, que deja en libertad de hacer lo que nos venga en gana, aunque al final de la vida, le daremos cuenta de nuestras acciones; lo que será motivación para guardar los mandamientos de la ley de Dios, casi siempre conforme cada uno los interprete. En este camino de distanciamiento entre la acción de Dios y nuestra vida ordinaria, quedamos expuestos a enfriar nuestro corazón y olvidar la vida espiritual, y a dejarnos llevar por las satisfacciones siempre transitorias de la vida terrena.

En la segunda lectura san Pablo recuerda nuestra condición cristiana: Hermanos: ustedes no viven conforme al desorden egoísta del hombre, sino conforme al Espíritu, puesto que el Espíritu de Dios habita verdaderamente en ustedes. Sin la vida espiritual irremediablemente perderemos la relación de amor de hijo con Dios Padre, de hermano con Jesucristo, y de amigo con el Espíritu Santo, incluso la relación de criatura limitada y dependiente con quien me ha regalado la vida.

Experimentar en carne propia la fragilidad humana, en cualquier contexto adverso a nuestras expectativas, será una oportunidad para redescubrir nuestra vocación de ser hijos de Dios, y de vivir siempre con plena conciencia, la indispensable relación con el Dios compasivo y misericordioso, revelado por Jesucristo.

Quien descubre la presencia constante de Dios y experimenta la intervención del Espíritu Santo en su vida, comprenderá lo hermoso que es percibirse y relacionarse con Dios con la conciencia de estar ante El, pequeño, limitado, necesitado, como un niño al amparo de sus padres. Esta es la pobreza de espíritu necesaria para entrar y participar del Reino de los Cielos.

Jesús recuerda que las cargas de responsabilidad, el agobio y la fatiga, el cansancio y la tensión constante, son una señal y una oportunidad para buscarlo como Maestro de la Vida: “Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados por la carga, y yo los aliviaré. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso, porque mi yugo es suave y mi carga ligera”. Aquí Jesús comparte dos cualidades de su ser, que nos ayudarán a entrar y disfrutar del Reino de Dios, ya desde esta vida terrena: La mansedumbre y la humildad de corazón.

La mansedumbre es la cualidad de proceder de manera pacífica y tranquila. Es una cualidad que brinda afabilidad y buen trato. Por tanto, facilita la relación humana grata y benévola, que propicia confianza para un diálogo sincero y franco, sin reservas ni secretos. Transmite paz y hace reposar al espíritu atribulado o angustiado ante cualquier situación de incertidumbre o de desafío estresante.



La segunda característica de Jesús, combina dos palabras que enriquecen y profundizan el significado. Humilde de corazón, es aquel que acepta su condición de servidor, y por tanto, obediente a quien le ha encomendado realice el servicio, pero no es un servidor obligado o condicionado para servir, sino un servidor que ha aceptado libre y voluntariamente realizar la misión que se le ha pedido. Jesús aceptó de corazón, bien convencido y dispuesto, la misión que le dió su Padre para Encarnarse y Redimir a la humanidad.

Cumple así la profecía de Zacarías: “Alégrate sobremanera, hija de Sión; da gritos de júbilo, hija de Jerusalén; mira a tu rey que viene a ti, justo y victorioso, humilde y montado en un burrito”. Así quiere Jesús que seamos sus discípulos, y desea ayudarnos para aprender a ser como él: mansos y humildes de corazón, servidores que, libremente y con plena conciencia, entreguemos nuestra vida para testimoniar el amor de Dios Padre, y entrar en la intimidad divina, bajo la conducción del Espíritu Santo, propiciando inmensa alegría a la comunidad eclesial.

Jesús no solo está bien dispuesto para acompañarnos en el aprendizaje de lograr ser mansos y humildes de corazón, sino que experimenta una enorme alegría con la respuesta generosa de sus discípulos que buscan imitarlo, y por eso exclama: Te doy gracias Padre porque así te ha parecido bien.

Reconociendo nuestras cargas y fatigas, nuestras responsabilidades y preocupaciones, y acompañados por nuestra tierna Madre, Maria de Guadalupe, pidamos a su Hijo Jesús nos ayude a ser mansos y humildes de corazón.

Señora y Madre nuestra, María de Guadalupe, consuelo de los afligidos, abraza a todos tus hijos atribulados, ayúdanos a expresar nuestra solidaridad de forma creativa para hacer frente a las consecuencias de esta pandemia mundial, haznos valientes para acometer los cambios que se necesitan en busca del bien común.

Acrecienta en el mundo el sentido de pertenencia a una única y gran familia, tomando conciencia del vínculo que nos une a todos, para que, con un espíritu fraterno y solidario, salgamos en ayuda de las numerosas formas de pobreza y situaciones de miseria.

Anima la firmeza en la fe, la perseverancia en el servicio, y la constancia en la oración.

Nos encomendamos a Ti, que siempre has acompañado nuestro camino como signo de salvación y de esperanza. ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen, María de Guadalupe! Amén.

 

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