Han pasado muchos años desde el 2 de octubre de 1968, día en que el Estado mexicano ejerció una violenta represión en la Plaza de Tlatelolco, en la Ciudad de México, contra miles de estudiantes y otras muchas personas que en ese momento se manifestaban exigiendo una sociedad democrática, justa y con mayores libertades. Muchos muertos, muchos detenidos, muchos desaparecidos dejando un profundo trauma social a manos del Ejército que manchó de sangre y luto las olimpiadas organizadas por México con el lema ‘Todo es posible en la paz’.
Efectivamente, diez días después comenzaban los Juegos Olímpicos que se desarrollaron en medio de una magnífica organización, envueltos en la calidez de la hospitalidad mexicana y la brillante actuación de miles de deportistas del mundo y miles de visitantes de todas partes. Una fiesta de juventud y talento que mostró al mundo uno de los mejores rostros de nuestra cultura.
Los dos rostros son una realidad, por una parte, el México capaz de realizar y construir grandes cosas con proyectos de trascendencia, con la participación y generosidad de muchos, con la ilusión y el talento puestos en común. El culmen del llamado ‘milagro mexicano’ fueron las Olimpiadas del 68. Por otra parte, la expresión de un México autoritario, incapaz de dialogar, de abrir espacios, torpe en el estilo de gobernar, envuelto en su soberbia, al grado de llegar a emplear la violencia para solucionar los problemas con una masacre, convirtiendo la fiesta en tragedia.
Hoy seguimos siendo los mismos, el México generoso que quiere salir adelante con creatividad, fraternidad y justicia. Pero también se perciben los rasgos del autoritarismo, de la sordera gubernamental y en medio de todo un ambiente de división, las sombras de la militarización que no traen buenos recuerdos.