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Una ‘desconocida’ en la CDMX

Una ‘desconocida’ en la CDMX
Mons. Alfonso Miranda Guardiola.
Creatividad de Publicidad

Mi mayor pesadilla es la siguiente: estar atrapado en un agujero angosto y largo en una montaña, o meterme a un túnel estrechísimo dentro de la tierra, y quedarme atorado, en medio, sin poder avanzar ni retroceder.

Me dirigía esta semana pasada de Monterrey a Aguascalientes, vía la Ciudad de México (CdMx), a celebrar una misa y ofrecer una conferencia. Pedí a los organizadores que por favor me separaran dos noches en un hotel del aeropuerto Benito Juárez.

Las tarifas del hotel fluctuaban entre 1700 pesos, 3,100 y 6,500, y dije, es solo para dormir, para que hago gastar de más a los que me invitan, la más económica es suficiente, y así quedó.

Llego a la CdMx este jueves pasado a las 6:30 pm, y pregunto por el hotel, y ningún asistente ni trabajador del aeropuerto me sabe dar noticias de él. Reviso mi reservación, y les hablo por teléfono, y me dicen, usted está solo a unos pasos, salga por el costado por donde están los autobuses, suba las escaleras y aquí lo esperamos.

Entro a una recepción muy pequeña, con tres damas arremolinadas detrás de un mostrador, y me empiezan a decir, que bienvenido, que para hacer llamadas debo hacerlas fuera en un pequeño recibidor, que puedo ver la televisión pero solo con audífonos, y que había duchas, baños y lockers en otra parte. Bueno, me dije, lo hice muchas veces en casas de retiros cuando era joven, donde había unas pequeñas habitaciones, llamadas celdas, con baños y regaderas comunes en otro sitio, así que, no pasa nada.

Me acompañó la señorita de la recepción, abrimos la única puerta que había en el recibidor, y pasamos a un pasillo estrecho, que nos condujo inmediatamente a otras dos puertas, una para hombres y otra para mujeres. Abro la puerta con mi tarjeta electrónica, avanzo y abro también el locker sin meter mi maleta. Algo raro ya había percibido, por lo que le dije a la señorita, ¿me puede acompañar por favor al área dónde me voy a dormir? Se me queda viendo, dudó tantito, y me dice, “sí, pero deje su maleta en el locker”. Le hago caso y avanzamos.

Caminamos por el diminuto pasillo de regreso, y topamos rápidamente con otra puerta en el otro extremo. Accionamos nuevamente mi tarjeta electrónica, y esperamos unos segundos hasta que nos abriera.

Mientras tanto, yo ya me había imaginado, que entraría a un espacio como en mi antiguo seminario diocesano, donde había una sala angosta y alargada, tipo hostal, con muchas camas pegadas y separadas apenas por un metro de distancia, alrededor de todo el cuarto, con las cabeceras pegadas a la pared; también me imaginé la posibilidad de entrar a un cuarto más estrecho todavía, tipo centro de reclusión, o centro de acogida, con literas pegadas y amontonadas por todas partes, donde podían caber muchas personas en un espacio apretado y reducido.

Todo ello me había imaginado, cuando de repente se abre la puerta y entramos, efectivamente a ooootro corredor, éste oscuro, con unas cosas, que parecían zapateras pero con tres niveles, caminamos al final del estrecho pasillo, y me dice la señorita: “¿me presta su llave?”.

Le entrego mi tarjeta electrónica, y la introduce en una ranura, tipo cajero automático, y de repente que se va abriendo una como escotilla, tipo nave espacial, y aparece un agujero, con luz interna, donde solo cabía, literalmente, un colchón de cama con sábanas blancas, y al costado un tablero digital, con una diminuta luz roja. ¿Y eso para qué es? Le pregunté asustado a la señorita. Es el botón de pánico de su cápsula. Válgame Dios, me fui pa´tras . Me envalentono y me atrevo a asomarme un instante y veo una pantalla en el techo, y ¿esa, supongo que es la tele? Le espeté. Efectivamente, me contesta, pero solo con audífonos funciona. Las que parecían zapateras, eran realmente escalones que iban a las cápsulas que estaban encima de las primeras. En total había cinco camarillas o cápsulas, abajo y otras tantas arriba, como si fueran dos pisos de estacionamiento. No sé porque la imagen que tenía ante mis ojos, me transportó a los camiones que llevan en su caja, en cientos de pequeñas jaulas, a las gallinas. Con todo respeto para los pollos.

Yo ni loco me meto en este agujero, me dije, y menos dos noches. Pensé espantado. Y ahora, ¿cómo salgo de aquí? Me dije en shock. Pensé en hablarle a mi asistente, para que declarara esto una emergencia, y me consiguiera un hotel de este planeta, al precio que fuera. Salí a toda prisa, de este espeluznante lugar, sin avisar y mucho menos despedirme del personal, y en eso me marca la persona que iba a ir por mí al aeropuerto. Era un amigo de trabajo. Y antes de saludarle, le digo, con mis ojos desorbitados:

-¿Tienes alguna manera de rescatarme?



-¿Qué pasa? Me responde

-Luego te explico, ¿tienes alguna habitación disponible en tu despacho o en algún remoto lugar de esta ciudad?

-Por supuesto que sí, hay un cuartito chiquito en la oficina, en el tercer piso, sin aire acondicionado, con un pequeño baño, pero sin ascensor.

-Dámelo.

Antes de cenar, fuimos a verlo. Me pareció una mansión tipo Beverly Hills, sencillo, decoroso, limpio, perfecto para este, ahora sí, humilde servidor.

Me quedé dos noches ahí, como feliz simple mortal, trabajando y gozando la hospitalidad de mis amigos capitalinos.

Después de 11 años, de haber estado viviendo en la bella Ciudad de México, en dos periodos, ¡Vaya desconocida que me propinó!

 

Mons. Alfonso Miranda Guardiola es Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de Monterrey.

 

 





Autor

Es Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de Monterrey. 

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